Lágrimas ahogadas.

Abrir la puerta de mi casa y en la penumbra, tirarme al sofá como si no tuviera piernas.
Me abrazo a un cojín y, acostada y acurrucada, empiezo a llorar, preguntándome que es exactamente lo que hago mal, una y otra vez, una y otra vez, sin parar.
Mis sollozos se camuflan entre que si no he hecho ya suficiente y que si el universo no sería capaz de ofrecerme algo de cariño.
Solo
una
pequeña
gota.

Solo quiero que el tiempo pase. Que pase en la oscuridad sin moverme un ápice hasta que se me acabe la última lágrima de mi cuerpo, y, entonces, tranquila dormir.
Pero ahora solo tengo ganas de llorar profundamente, de derramar esas pequeñas gotas de mí, que caen por el teclado y se cuelan entre los pequeños entresijos de mi ordenador.
Así qué sin más demora, vuelvo a mi sofá.
A dejar que el tiempo pase.
Mientras dejo qué se escapen minúsculas estrellas de mis ojos hinchados.

Frío.

A veces me gustaría poder decir “qué pare el mundo que me bajo”.
Todo el día en mi cuento de hadas, viviendo mi fantasía, pensando que todo va ir como yo lo creo, pero… no es así.
Estoy cansada de que cada vez que levanto la vista hacia “mi mundo” todo sea tan perfecto y de que, al darme la vuelta, encontrarme tal caos que solo quiera mirar hacia atrás.
Cansada de toda esa gente que cree que puede entrar en la vida de alguien, tomarla, mirarla con falsa dulzura hasta desarmarla y entonces… en secreto, tomar el arma que se refugia en nuestro subconsciente y destrozar el mundo que ha explorado en secreto.
De que en quien confías te lo tire todo por la borda y de que, yo, ingenua y confusa, pueda creer que un sutil no es un sí tímido.
Y no, no puedo seguir con ello. Porque al final lo único que quedaría de mi sería solo un pequeño montoncito más de hojas secas…
resecas y frías.